| Comparten los países  latinoamericanos una común aspiración por consolidar regímenes democráticos que  concreten un espacio infranqueable de respeto a los derechos humanos,  que consoliden postulados de más equitativa  distribución de la riqueza frente a la exacerbación de las contradicciones del  mercado y de superación de las desigualdades sociales generadas por la  exclusión al interior de las colectividades nacionales y de éstas frente al  sistema global. En esa mirada contemporánea  frente a los grandes compromisos humanitarios, la cultura dejo de ser, por  fortuna, un asunto de intelectuales, de las artes del renacimiento o de las  cosas antiguas o monumentales.  Allí, en el espacio cultural,  se entretejen relaciones con la educación,  con la resolución pacífica de conflictos, con la promoción del desarrollo  humano en respuesta a  un contexto de inequidad social y económica que sitúa a más de la mitad de la  población latinoamericana en líneas de medición técnica de la pobreza.  Ante ese panorama social de inmensa  complejidad, la cultura y la multiculturalidad han pasado a ocupar un lugar  principal; casi sin excepción, consagran en la actualidad las  Constituciones nacionales,  que la cultura es fuente esencial de una  nacionalidad que acepta la pluralidad de sus orígenes, en forma que recrea una  asociación profunda entre el sentido de nacionalidad y el de los orígenes y el  devenir  cultural.  El vínculo de la colectividad con su patrimonio material, con sus  monumentos y sitios históricos, con sus comunidades ancestrales, con las  fiestas tradicionales,  con la  gastronomía regional, con sus lenguas autóctonas, con su medicina atávica, con  sus referentes simbólicos, con  la manera  de interpretar el mundo, contar y crear historias propias y ajenas a través de  la literatura y el cine, el entendimiento del lenguaje urbano, la posibilidad  de acceder de modo racional a las artes y a la cultura universal y la  viabilidad de ser consumidor o creador de cualquiera de esas expresiones, es un  hecho que determinan en buena medida la sensación anímica  de sentirse o no miembro de una nación y de  estar en disposición de defenderla.  Con  inmensa visión Joseph Brodsky describe   ese valor social de la cultura así:   “No me preocupa realmente la cultura, ni el destino de algunos poetas  grandes o no tan grandes. Lo que inquieta es que el hombre, incapaz de  articular, de expresarse adecuadamente, se lanza a la acción. Puesto que el  vocabulario de la acción está limitado, por decirlo así, a su cuerpo, se ve  llevado a actuar violentamente, ampliando su vocabulario con un arma, cuando  una palabra habrá sido suficiente.”  Precisamente allí, en el reconocimiento de la  multiculturalidad como un valor supremo, como fuente de la convivencia, y como  mandato a la vez dirigido a que el Estado garantice que las diversas formas de  ver el mundo tengan espacio, se encuentra un elemento normativo que faculta y  determina que las legislaciones nacionales articulen sistemas de incentivo  económico y, por qué no, de tratamiento preferencial para el impulso de la  creación, la gestión  y el consumo cultural. Pero también en las transacciones de derechos,  bienes y servicios culturales se producen efectos económicos de profundo  impacto: el aporte de las industrias culturales al PIB en los Estados Unidos de  Norteamérica, según estudios del Convenio Andrés Bello,  fue en el 2001 de  791.2 miles de millones de dólares lo que  significó el 7.8 % del PIB; sus exportaciones de bienes culturales abarcan cerca del 83% de las  continentales. El promedio de participación de las industrias culturales ( cine,  actividades editoriales y gráficas) en el PIB del Mercosur está en 4.5% y en la  región andina y Chile en un 2.5%, lo que incorpora a industrias del  entretenimiento, el turismo cultural a  sitios históricos y ambientales, el comercio de la propiedad intelectual, así  como las  patentes de insignias y  medicinas tradicionales de creciente interés para empresas transnacionales. En  Colombia,  como ejemplo que parece  significativo, en los años corridos de este siglo las ventas editoriales han  superado las exportaciones tradicionales de café, al paso que las industrias  editoriales y cinematográficas de México, Brasil o Argentina, o el turismo cultural  a sitios arqueológicos en el Perú, son ejemplos deseables de contribución  sectorial a las cuentas nacionales. Las particularidades del cine La imagen  no es sólo figura, color y luz, sino, en esencia, una forma que se define como  visible en un contexto cultural. Si un solo país, o  una sola tendencia, copa los espacios de la producción y la comunicación,  habría una sola fuente desde la cual fluirían de manera unificada y uniforme  las ideas, los imaginarios y los sentidos estratégicos de ese país productor.  La producción, la distribución y la exhibición se  abstraen de la actividad cinematográfica, como los sectores o eslabones que  integran la cadena de elaboración y divulgación de una película.  Entre esos  grandes sectores se vierten múltiples actividades, bienes y servicios  (creaciones literarias, guiones, música, ideas, insumos, procesos técnicos,  créditos, financiaciones, contratos, derechos de autor, servicios de  intermediación, industrias del entretenimiento, industrias conexas de edición,  procesamiento, posproducción, sonido, elementos culturales, ideológicos o  comerciales), y cada uno de esos componentes particulares, y cada momento en la  cadena, existe y se define por todos los demás en una relación recíproca. Finalmente,  la obra terminada y divulgada por cualquier medio o formato, se enfrenta en ese  momento a la apreciación sensible, al encantamiento, al diálogo cultural con el  espectador, lo que en cierta forma imposibilita precisar si éste es en realidad  el final del proceso o apenas su comienzo. Se trata  de una serie de etapas con características estructurales que, en realidad,  resultan similares en países latinoamericanos y europeos. En el proceso productivo de una película convergen factores complejos, en  esencia de naturaleza económica: la baja capacidad de producir en escala grupos  de películas que disminuyan costos, los altos capitales de riesgo involucrados  y la limitada expectativa de obtención de utilidades, el precario acceso al  crédito del sector financiero exigente de gruesas garantías e intereses, la  difícil atracción de inversión extranjera para coproducciones, todo lo cual se  dificulta o se simplifica en proporción a los tiempos de rodaje, a la calidad  de los procesos técnicos usados, a los costos en contenidos de la película y,  en general, a la decisión de hacer una película de alto, mediano o bajo  presupuesto y de la estimación de público potencial. Del mismo  modo, la ruta de elaboración del filme genera una cascada de impuestos, de  inversiones y gastos (adquisición de insumos, bienes y servicios, autorías,  compra o alquiler de equipos, arriendos, locaciones, pago de servicios  actorales o técnicos).  El costo  en contenidos y procesos de las películas nacionales, aunque oneroso en el  ámbito interno,  se sitúa muy por debajo de  películas extranjeras   que llegan los mismos espacios y ventanas de  divulgación tras ser producidas con costos abrumadoramente superiores y con  enorme poder de distribución, lo que en principio genera una difícil  competencia.  Ninguna película  suele por sí misma captar la atención del público. Es necesario invertir en  campañas publicitarias y seleccionar su imagen, negociar los circuitos de  exhibición más ajustados al tipo de obra, definir el número de copias y escoger  los materiales complementarios de promoción, con costos cuya realización pueden  determinar el éxito comercial. El cine extranjero, en su mayoría producido en Estados  Unidos, tiene capacidad para copar cerca de un 90% de los espacios y las  ventanas de comercialización, por lo que dentro de una legítima expresión  comercial la infraestructura de exhibición y transmisión, al igual que los  servicios de distribución, son adaptables a las exigencias de esa oferta. La reducida producción nacional, la limitación de  muchos de sus contenidos a un mercado potencial esencialmente doméstico, sumado  a los escasos alicientes de orden económico, hacen poco atractivo para las  grandes empresas distribuidoras –majors– acoger las nuevas obras locales en su portafolio de oferta.  Tampoco abundan los intermediarios alternos  en el contexto local, pues ese reducido tamaño de la producción no hace  atractiva, ni viable, la creación de empresas distribuidoras especializadas en  ese tipo de producto. Esas estructuralidades determinan que muchos países  contemplen formas de promoción del espacio  audiovisual a través de subsidios y medidas   para incrementar la producción nacional, y para apoyar la distruibución  y divulgación de los contenidos locales en territorios nacionales y extranjeros. Las  producciones locales de países de importante desarrollo cinematográfico como  Francia (240  largometrajes estrenados en 2005), España (142 largometrajes estrenados en 2005)  o Brasil (46  largometrajes estrenados en 2005), cuentan con  apoyos estatales en un porcentaje que ronda el 50% del costo medio de  elaboración y promoción, lo que mejora los costos de contenidos, ayudas que se  acompañan con cuotas o imposiciones de emisión o proyección en medios  televisivos o abiertos al público.  La  referencia también es aplicable en Colombia, en donde con la ley de  incentivos  dictada en el 2003 se pasó de  dos producciones por año a cerca de 10 anuales desde entonces, con notable  éxito en la taquilla interna, habiéndose recibido por todas ellas, apoyos directos  y no reembolsables del fondo creado para el efecto, incentivos del ministerio  de Cultura  y apoyos de inversionistas  privados  con base en incentivos  tributarios, que superaron en algunos casos   el 60% de los costos de producción de cada largometraje.  Pero el  asunto fue “redondo”: ese número creciente de películas con presupuestos promedio  de 1 millón de dólares, atrajeron alta inversión extranjera por coproducción, y  generó pagos de impuestos al valor agregado, de renta en bienes, servicios y  taquilla, y  generó pagos por empleos  técnicos y artísticos superiores a lo que el Estado dejó de recibir en virtud  de los incentivos dados.  Como invitado agradecido el proceso que  empieza a recorrer la República Dominicana ante el serio y consecuente interés  gubernamental de promover la cinematografía nacional, puedo soñar que hacerlo  resulta una eficiente inversión desde donde se mire: buena inversión  para una mirada cultural diversa, buena  inversión para la convivencia, pero a la vez buena inversión en el ámbito  económico ante la potencialidad de atraer inversión extranjera en  coproducciones con países que cuentan ya con instrumentos de promoción  económica activos, para hacer crecer una industria altamente demandante de  bienes y servicios técnicos y calificados, para promover este país privilegiado  como un escenario que a todos los vecinos interesa.   |